Pasadas
unas diecisiete horas entre Madrid y el
caos, finalmente aterrizamos con los músculos entumecidos en el caos
absoluto. Caminar por Bangkok me traía recuerdos alojados principalmente en la
memoria sensorial de otros lugares y de algunos retazos cinematográficos, como
aquél de Harrison Ford comiendo noodles en un mercadillo post apocalíptico.
Y
los recuerdos pertenecían a otros veranos en otras capitales del mundo, en
parte, igual de horrendas y contaminadas que la capital tailandesa, como fueron
Delhi, Marrakech o Managua, que igualmente daban la impresión de haberse
construido con descuido y sin ganas y, sin querer parece remilgada, en ningún
caso podían ser calificadas de bellas. Si bien, todas ellas contuvieron
rincones y escenas bellas que ahora, a miles de kilómetro unas de otras, venían
a invadirme en forma de aromas o imágenes.
Se
adivina que a unos pocos kilómetros de esta ciudad se esconde la belleza de
paisajes más amables, naturales y reconfortantes, tan diferentes al paisaje
urbano de Madrid que contempla mi mirada diariamente.
Una
vez más y a pesar de los diversos viajes acumulados, seguía sin aprender y llevaba
la maleta llena de ropa que no pensaba utilizar, vestidos que aguardaban su
momento de gloria que no iba a llegar, ya que al final era más fácil sucumbir a
vestir todos los días con camisetas y pantalón corto o vestiditos playeros y
chanclas. Ir descuidada y así tener la sensación de vacaciones en todos los
ámbitos. Y a pesar de ser consciente de ello, el caso es que siempre que
preparo la maleta para el verano, me entra un terrible sentimiento de horror vacui.
Cuando
viajamos una parte de uno se aleja sólo en sentido físico y de alguna forma se
transforma. Una vez leí en un artículo que durante largo tiempo estuvo colgado
en mi nevera, que al viajar se producen cambios incluso morfológicos en el
cerebro. Y que se ejercita más el cerebro en un viaje de cinco días que en todo
un año de rutina.
Por
otra parte y quizás como consecuencia de ello, al verse alejado del run run diario, el cerebro se entretiene
con escenas del pasado y es curioso que al alejarse, ciertas imágenes o ciertos
recuerdos se presentan con mayor viveza e intensidad. Porque, allá donde vayas, la ciudad irá contigo (...), como citaba
aquel libro que tanto me gustó hace ya unos quince años. Por eso parece tan sano poner distancia para pensar con mayor
claridad.
La gente cocina en las calles; hay tantos puestecitos de comida callejera que parece increíble que haya clientes para todos ellos. Nos sorprenden aguaceros propios del monzón cada tarde. El tuk tuk que nos lleva entre el tráfico es un milagro de equilibrio. La maraña de cables de la luz que hay por todas las calles, cruje al contacto con la lluvia, pero no parece que este hecho inquiete a nadie.
El
buda esmeralda es algo decepcionante, pero el buda reclinado alojado en el
templo de Wat Pho es colosal con sus
cuarenta y seis metros de tamaño.
Los templos son remansos de paz para el viajero. Monjes con túnicas calabazas rezan en silencio, encienden incienso, colocan guirnaldas de flores naturales a modo de ofrenda, además de poner zumo o leche con pajita delante de las imágenes del buda, no sea caso que le entre sed y no tengan un refresco a mano. Las flores de loto simbolizan en la religión budista la capacidad de renacer incluso en condiciones aciagas, como en cualquier charca horrible. Lo que en términos de la psicología actual podría corresponder al término de resiliencia.
Al
atardecer y tras el pertinente atasco de treinta y cinco minutos metidos en un
taxi, alcanzamos el hall del hotel Sirocco, cuya azotea desde el piso sesenta y
tres prometía vistas y ambiente increíble. Pero una bella señorita con mejillas
que parecían empolvadas con polvo de arroz, largas pestañas y labios púrpura
nos anuncia con impecable educación y perfecto inglés que el dress code impide subir a los hombres
con bermudas. Atravieso con la mirada a mi pareja y volvemos al hotel.
Tras
las dos primeras noches, cogemos un tren que nos llevará al parque natural de Khao Yai, patrimonio de la humanidad por
la Unesco. El tren que nos transporta se va alejando del núcleo urbano y por la
ventana comienzan a colarse miles de bichos que se enredan en mi pelo, mi ropa
o las páginas del libro que leo y que me tiene absolutamente atrapada Middlesex, de Jeffrey Eugenides, “un librazo”, tal y como me dijo el chico de la
librería Tipos Infames. Cuando vuelva
al barrio se lo tengo que agradecer encarecidamente. Me duele un poco el
estomago; creo que debía haber dejado pasar algún día para que mi cuerpo se
hubiera adaptado más, antes de probar las delicias callejeras y sospecho que
con los mejillones fritos me la he jugado.
Me
termino el café frio que estoy tomando. Me doy cuenta que el precio del café ha
sido el triple del precio del billete del tren y esta certeza me inquieta un
poco mientras el tren local avanza entre chirridos y saltitos.
Avanzamos hacia los diecisiete
días que aún quedan de viaje. Todo lo que
necesito es sentarme en la orilla de aquella playa de fina arena que en unos
días hallaremos, salpicada con trocitos de coral y cangrejos blancos que se
asomarán de vez en cuando de sus agujeros y se pasearán con sus graciosos bailes
delante de mí. Lo que quiero es contemplar el agua azul lapislázuli e imaginar
los ramilletes de coral que descubriré más tarde en una islita del sur.
Quiero
ver la playa mientras me acerco con una barcaza rodeada de un paisaje formado por
arbustos bajos, cocoteros y árboles frutales. Y ver desde el mar todo ese verde
avanzar por toda la isla, llegando a acorralar la fina línea azul turquesa que
acaricia a su vez la línea beige de arena que bordea la playa de esa isla casi
virgen.
Quiero
descubrir en los próximos días gamas de verde y azul que no había visto nunca antes,
en el cielo, mar y bosques tropicales y de los que no poseo adjetivos aún para
describirlas.
Encontré
tanta belleza que en algún momento sentí pena, porque mientas estaba pasando,
ya se estaba acabando...
(All I need. Air)