jueves, 8 de octubre de 2015

En el caos (y sin Madrid)

Pasan lentos los días y muchas veces estuvimos solos. Pero luego hay momentos felices para dejarse ser en amistad. Mirad: somos nosotros. 

Un destino condujo diestramente las horas, y brotó la compañía. Llegaban las noches. Al amor de ellas, nosotros encendíamos palabras, las palabras que luego abandonamos. 

Jaime Gil de Biedma. Amistad a lo largo



You got me singing. Leonard Cohen.

Las cosas que aún no conozco o no he vivido suelen proyectarse en mi cabeza como entre tinieblas, igual que los viajes que aún no he hecho, que suelen dibujarse en blanco y negro y me invade, junto con el entusiasmo inicial, cierto tormento antes de coger un avión. A lo mejor por eso soy bastante cobardica para todo, qué le voy a hacer. 

Miro por la ventana de mi pequeño salón. Ya hace fresco en Madrid, sobre todo por las mañanas y el frío siempre me deprime un poco. Yo también estoy de otoño y con el corazón de mudanza. 

Llega el momento de los adioses. Casi cuatro años, muchos vinos y muchos cielos de Madrid después, ha llegado el momento de volver a casa. Ay, este cielo... ¿Cómo no va a ser tuyo el cielo de Madrid? 



Hay muchas personas que dejan su hogar o su patria forzosamente, así que no me parece serio hacer un drama de esto. 

Pero hace poco me reconfortó leer que las experiencias hay que rebañarles y que de los lugares hay que irse llorando. Ahora ya no me da casi vergüenza reconocer que he llorado algunas veces, y que es probable que cuando cierre la puerta de esta casa, lo haga entre lágrimas y kleneex. Vaya número, pobre señor Andrés, nuestro portero, cuando me vea hecha un guiñapo, con las maletas como si me hubieran echado de casa. 

Ya dije una vez en este caos, que me gustaba tanto esta ciudad porque de alguna manera ya sabía que desde que esto empezó, ya se estaba acabando. 

Claro que volveré. A Madrid se vuelve siempre por muchos motivos. 

Recuerdo cuando aún no vivía aquí y venía a menudo por trabajo. Al coger un taxi en Atocha y subir por Recoletos, dejaba atrás la cuesta de Moyano a la derecha, el barrio de las Letras que se perdía por calles ceñidas, el Museo del Prado… ¿Qué habrá tras esa esquina?, ¿cómo se verá el paseo desde esa terracita al lado del Botánico? 

Al vivir aquí, descubrí que Madrid es como esa mujer elegante y burguesa que a la segunda copa de vino, te das cuenta que le encanta la farra, y mientras el resto hace bombas de humo, ella se queda hasta que amanece. Eso sí, el domingo se lava la cara con agua fría y lista para lo que venga: desfiles, manifestaciones, rastro y mercadillos. 

Desde que vinimos a vivir aquí nos esforzamos por fabricar y coleccionar recuerdos bonitos. Y tus recuerdos son cada día más dulces, pero como en la peli Inside Out, confieso que éstos no son amarillos (alegres) o azules (tristes); son de los dos colores a la vez. 




Porque en mis nuevas rutinas, ya no volveré a transitar por sus calles recorriendo fachadas con la mirada como quien recorre los labios del ser amado con los dedos. No saldré de trabajar bajando por la Castellana y girando por la Calle Zurbano hasta llegar a Sagasta, donde me encuentro de frente con Whitby y asomo el morro por si veo a alguien conocido. Después sigo recto hasta Alonso Martínez y alcanzo mi querido Malasaña. 



No sé si volveré a sentir que cada día puede pasar algo emocionante. Esta ciudad ya no volverá a helarme el corazón los días nublados de febrero, ni volverá a angustiarme los domingos por la tarde. No volveré a escuchar un concierto de hojas secas en el Retiro.



No habrá ese montón de gente, ese mar de fueguitos, que conocí y que me enredaron con sus historias, hasta que esas historias se hicieron mías. 

No habrá ni la mitad de los planes que me inspiraron tanto y que me incitaron a escribir, pero que al mismo tiempo me lo impidieron, y las ideas se acabaron perdiendo, como lágrimas en la lluvia. 

Ya no me asomaré a la ventana de mi minúsculo piso donde se ven árboles, tejados y alguna chimenea arrojando humo en invierno. 

No bajaré por la calle Acuerdo, donde uno siente que vive en un pueblo de suelo de adoquines, aunque sabe que detrás de esas casas bajas acecha la artería enmarañada de la Gran Vía. 

No volveré a casa de madrugada atravesando ríos de personas por la calle Espíritu Santo y sintiendo que el mundo es una fiesta extremadamente joven. 

No volverá a envolverme su luz de sol de textura cinematográfica en primavera. 

Ya no habrá terrazas en las azoteas, mercado de motores, pasar a tomar un vermut por El Candi, otear actores en la Cantina del Matadero, alcanzar a ver cómo atardece por Paseo de Rosales, la Casa Encendida un domingo cualquiera, las invitaciones sorpresa, las conversaciones con las Cuchufletix, los mil lugares nuevos que inauguran cada mes, los Renoir, el follón de Callao, Saber Cómo, el jardín botánico, Tipos Infames, La casa de la portera, Eat&love, la calle Barquillo, el palacio Santa Bárbara (mi lugar preferido para quedar en verano), las pintadas-poesía de Boa Mistura por el barrio, los conciertos en café la Palma, cuando me raptasteis para ir a Lisboa, el Caixa Forum, la plaza de Comendadoras al volver del trabajo, barbacoa en casa de Emilio o de Araceli, Dear Hotel, Conde Duque, el callejón de Jorge Juan, la plaza de san Ildefonso, latinear cuando viene alguien de fuera, La Central, acabar tomando algo otra vez en el Lateral, ir al Circo Price en la feria de julio, conseguir entrar en el Penta, el ambiente kitsch de Moroco, cada rato que pasé con vosotros, el Café Cósmico…


Qué sí, que no es el fin del mundo, que estaré bien, ¡seguro!, pero olvidar quince mil encantos, es mucha sensatez. 

Amanece y se acaban las emociones de la noche anterior. Espero que el día traiga otras nuevas. 

Madrid, sé que mi ausencia te será bastante indiferente y eso es lo que más me mata; ciudad tirana, no me echarás nada de menos. No me dedicarás ni un minuto más de gloria. Seguirás con tu fiesta y con tu jarana a la que, a partir de ahora, no te molestarás en invitarme. Ojalá pienses alguna vez en mí y recuerdes mis pasos acelerados por tus calles, pero me temo que andarás liada organizando la bienvenida de nuevas almas, urgentísimas de las emociones que eres capaz de producir. 

Y ahora conservo cada instante sabiendo de antemano que son los últimos.




Querida Madrid, ya te quería antes de conocerte y ya te añoro antes de abandonarte. 

Pronto se llenará el vacío que dejarás con un millón de otras historias aún ajenas a mí y se hará ceniza el deseo. Pero Madrid, querida, caótica, me vas como anillo al dedo y aquí hubo un fuego, y con eso basta. 




*La terraza de Café Murillo, al lado del Botánico. Uno de mis rincones favoritos de Madrid.