martes, 28 de abril de 2015

Tokio ya no nos quiere




Hace justo un año me pasó algo que no esperaba: me quedé sin trabajo. 


Lo primero que se me pasó por la cabeza fue: “¡Ten cuidado con lo que deseas!” Porque unas cuantas mañanas había abrazado la feliz idea de no ir a trabajar. Como cuando de pequeños soñábamos con quedarnos encerrados una noche en el Corte inglés y podíamos jugar e investigar toda la noche. 



Abordé mi nueva situación con optimismo, y al principio cada mañana madrugaba y hacía cosas que me hacían sentir bien: beber zumos verdes, rojos y amarillos, ir al gimnasio dos horas y trazar mi nuevo plan de acción de vida. “Es el momento de reinventarme, de hacer todo aquello que nunca tengo tiempo de hacer y siempre he querido, como por ejemplo, ordenar las miles de fotos almacenadas en el disco duro” (…) 




Pero más o menos al sexto día, me aburrí infinitamente de esas rutinas y decidí que las mañanas serían más emocionantes lejos de mi minúsculo piso, porque la soledad me gusta sólo un rato y porque la primavera aporreaba con fuerza la puerta de mi casa, como el típico amigo que no te conviene. 

Un consejo; si te has de quedar sin trabajo, mejor que sea en primavera. Y mejor que sea en Madrid. 


Mi intención era encontrar un pequeño cuartel general para pasar las mañanas mientras estudiaba un poco, leía o buscaba trabajo. 

Al principio me dejaba caer por los sitios molones tan de moda en Malasaña, de mesas corridas, sillas recicladas, cup cakes y panela (mucho más sana que el azúcar) para el cappuccino. Pero aquello estaba empezando a acabar con mi precaria economía. Así que decidí buscar un lugar más acorde a mi situación actual. 

 


Era un bar al que no hubiera entrado de motu proprio. Pero unas palabras en la puerta me atrajeron a su interior como un imán: “wi-fi gratis”. Pensé al entrar que allí era imposible publicar una puñetera foto en Instagram y que quedara “cuki” por mucho filtro que le echara. 

Se llamaba Bar Tokio. Y lo regentaba con gran brío, la señora Alicia. Era una buena señal, ya que por norma general, me suelen fascinar las personas cuyo nombre empieza por “A”. 

Alicia era bajita, de padre cubano y madre nicaragüense, tenía dos hijos y ya peinaba canas. Emitía una vitalidad y energía que a mí me agotaba sólo de verla. 


Al servirme el café con leche y la tostada me espetó: 


- Perdona mi niña, ¿te han dicho alguna vez que te pareces a?.... 

- Alguna que otra vez, sí. 

Desde ese día empezó a llamarme Alteza a “grito pelao” siempre que me veía entrar por la puerta. Y cada día nos fuimos acostumbrando más la una a la otra. 
Mientras desayunaba, charlábamos de todo un poco: de las noticias que salían en la televisión a esa hora de la mañana, de Madrid, de Managua, de la gente de allí, de la gente de aquí, de las costumbres de acá, de las de allá, de que si el novio de Chabelita tenía muy poca vergüenza y no daba un palo al agua… Asuntos de muy diversa índole.
 



Y pronto empezaron para mí las tediosas jornadas de entrevistas donde recorría Madrid y alrededores con un nudo en el estómago y algo de desidia. Así que a veces, me pasaba antes de cada cita por el Bar Tokio a tomarme el cafecito y a ver si me sacudía un poco las inseguridades. Y después de charlar un rato con la señora Alicia, salía de allí más reforzada, aunque con algún daño colateral, como intenso olor a aceite de churros. 

Me imagino a algún entrevistador escuchándome y tomando sus notas: “La candidata cumple el perfil profesional. Como áreas de mejora: huele a fritanga” 


Porque a primerísima hora ya estaba la Señora Alicia sirviendo desayunos, mientras freía patatas para la tortilla o preparaba las lentejas del menú del día. Y es que ella al principio de llegar a Madrid hacía ya diecisiete años, cocinaba arroz con frijoles (gallopinto), maduro frito, y empanadas, pero pronto entendió aquello de “allá donde fueras…” 



Alicia no era una maestra ascendida. Tan sólo una de esas personas “faro” escondidas entre la multitud. De las que no se ven a primera vista, hasta que no te paras un momento a observarla. Transmitía una luz blanca y contagiosa, y eso lo sabía yo y el resto de parroquianos que a diario abarrotaban la barra con escrupulosa puntualidad.


Era una persona “sanadora”, como suelen ser la mayoría de madres que conozco. Fue una sorpresa que me colocó la casualidad en mi nueva rutina en un momento en que me sentía un poco como Bill Murray en Lost in traslation.
Aunque todos nos sentimos Bill Murray de cuando en cuando. 
 


Aquella temporada duró unos pocos meses. Las mañanas las solía pasar en Bar Tokio, las tardes aquí y allá. 


Nunca he estado en Tokio, tampoco he leído el libro de Ray Loriga, tampoco se me ocurrió nunca preguntarle a la señora Alicia por qué le puso ese nombre a un bar donde casi siempre se escuchaba reggaeton y se mezclaban aires caribeños y castizos. Jamás llegué a poner en orden las fotos del disco duro. 



Pero hoy que vivo siempre en permanente estado de alerta, me acuerdo con nostalgia de las horas muertas en el Bar Tokio, donde me refugiaba para no sentirme sola y donde siempre salía con olor a fritanga y con ganas de comerme el mundo.


Tokio ya no nos quiere. Lory Meyers