viernes, 22 de noviembre de 2013

Candi (& Co)


Always be drunk. That's it! The great imperative! In order not to feel time's horrid fardel bruise your shoulders, grinding you into the earth, Get drunk and stay that way. On what?
On wine, poetry, virtue, whatever (…)


But get drunk (Charles Baudelaire)





                                                                                  
Ha llegado el frio a Madrid. Llegó casi a la vez que se fue la basura de las calles. Yo no sé qué prefiero, la verdad. No me gusta nada el frio. Me deprime un poco y además mi piel va adquiriendo un tono gris marengo complicado de disimular, a pesar del colorete y de los múltiples trucos femeninos.
Una buena opción y más en esta ciudad, es refugiarse y entrar en calor en uno de los 15.248  bares que hay en la capital. Buscar el calor en una taza de café, una copa de vino o una buena conversación que te arrope (no hay nada más erótico que una buena conversación).
Los bares son lugares estupendos para socializar, relajarse, reír, disfrutar del mejor momento del día y conocer gente nueva. Seguro que también se puede conocer gente estupenda en la red, pero yo soy más del “cara a cara”. Incluso cuando viajas a esa ciudad soñada, tras un largo paseo o una visita pormenorizada al museé de Louvre o a los museos vaticanos, estás extasiado de arte y belleza, pero estás deseando hacer una parada técnica en algún bar, cafetería, bistro, restaurante, pub, tasca, taberna, mesón o cantina (mariachi).


Desde que vivo en Madrid, me gusta quedar con algunas amigas para descubrir nuevos lugares donde comer, picar algo o tomar una copa de vino. Nos gusta encontrar lugares con encanto pero que al mismo tiempo no sean un timo. No hace falta que te den mucho de comer, pero que lo que te den esté rico, sea original, especial, se note que hay calidad y buen gusto. Así hemos encontrado sitios muy recomendables o sitios que “ni frio ni calor”, a pesar del “packaging”.
El otro día fui con María a Panela & Co. A pesar de que sólo me tomé un café con leche y panela, tenía todo una pinta estupenda y disfrutamos de un rato muy agradable. Además, si un nombre de una cafetería o bar lleva en su nombre & Co, el nivel de “molar” se incrementa de golpe.





A veces soy yo la que lidera y otras veces me dejo llevar a descubrir sitios… Hace poco me citó mi amiga Carmen en Le Cabrera. Había oído hablar mucho de este bar pero aún no había estado. Sí que había visitado la terraza de la Casa de América en veranito (ay, añorado!!), pero no tenía nada que ver. Llegué pronto, como a mí me gusta. Me encanta llegar antes de la persona con la que he quedado sobre todo cuando no conozco el lugar. Así tengo tiempo de husmear un poco, fijarme en su flora y fauna y disfrutar del placer de esperar y de estar en un bar sola. Me arrellané en el cómodo sofá rodeada de cocteleras y me puse a mirar la carta. Un camarero encantador se acercó, hincó su rodilla en tierra y se plantó delante de mí. Por un momento temí que me sacara del bolsillo un pedrusco y me pidiera matrimonio, pero no, el elegante barman ataviado con ropa de El Ganso de los pies a la cabeza (literal, porque también lucía gorra a cuadros) me preguntó si me podía ayudar a elegir. Como era de esas personas que rezuman profesionalidad  en lo que hacen nada más verle, me dejé asesorar encantadísima y pronto me trajo un estupendo “tangerine”; una copa con vodka, zumo de mandarina, arándanos y algo más que me llevó a otra galaxia de placer gustativo.             


               
Al cabo del rato, de forma inesperada, apareció con otro cocktail y me dijo: “toma que ya te has quedado seca”. Y no me lo cobro, ojo. Chapeau. He vuelto, claro.
¡Pero basta ya de hablar de sitios estupendos! Yo aquí había venido a hablar de mi última obsesión!
Andaba yo hace unas semanas un sábado cualquiera por la calle Noviciado tras haber desayunado tardíamente y una voz nos hizo girarnos: “en casa Candi se sirve el mejor vermut de todo Madrid”. Así se llama el bar, Casa  Candi. Candi lleva literalmente toda la vida regentándolo. “Mira, en esa foto tenía dieciséis años y empecé aquí a trabajar”, dice orgulloso a todo aquel que acaba de entrar en su pequeño universo. “¡Y ahora tengo sesenta y dos!”
Casa Candi debe conservar casi exactamente la misma apariencia que el día que se subió la persiana por primera vez. Un bar con escasas pretensiones estéticas, algunas fotos y recuerdos en la pared con momentos que Candi te cuenta nada más conocerte. En la barra encontramos los clásicos: ensaladilla, aceitunas, salpicón de pulpo, torreznos, cacahuetes… El vermut, en efecto, es excelente.

¿No conocéis a Candi? Disculpad, os lo presento:



Al escribir sobre el Candi hablo desde la sensación de la que apenas conoce, de la que acaba de llegar. ¿Estaré siendo justa con mis apreciaciones?
Ese primer día que entramos, Candi nos realizó el plan de acogida consistente en presentarse, encenderse un cigarrillo: “Aquí se fuma” dijo tajante y luego hacernos una breve descripción de la velada anterior. Te dice: “Ayer se lió una aquí hasta las cuatro de la mañana. Me he acostado tres horitas y me he venido otra vez a poner desayunos. Es que vino El Tomatito con unos amigos, se pusieron a tocar la guitarra y no veas la que se armó”, dice mientras te ofrece un cigarro. Te lo cuenta todo con gran entusiasmo, poca voz, pero hecho un pincel con su camisa limpia y su pelo recién peinado hacia atrás.
Candi quiere que te diviertas, quiere que te lo pases bien porque sabe de qué va el rollo. Y sabe que se ha ganado una clientela fija, sabe cuál es su secreto, y su producto y todo eso, digo yo, sin haber hecho un MBA en el IESE ni haber recibido cursos sobre employer branding. Pero Candi desprende una energía inusitada, con su voz rota, sus muchas horas tras la barra, sus años, sus muchas copas, su toda una vida de trabajo… La verdad es que me impresiona tanta vitalidad. Si ve que el ambiente está poco animado, coge un palo flamenco, empieza a dar palmas o incluso se arranca por soleares.
Y siempre que entras en el bar, Candi se alegra como si fuera un viejo amigo. Te saluda, te abraza o te lanza un beso desde la barra.

Aquella primera vez nos señaló unos recortes de periódico que tenía en la pared de El País; en él se veía la entrevista al director Enrique Urbizu, director de “No habrá paz para los malvados”. La entrevista versaba sobre qué cosas hacía él en un día normal de su vida. Al final de la entrevista señalaba: “siempre acabo en mi afterwork favorito, el Candi”. Y doy fe de ello. De todas las veces que he estado en los últimos tiempos, más de la mitad de las veces ahí estaba el director apostado en la barra entre amigos. En realidad hablando poco y observando mucho todo lo que ocurre en el bar. Que eso es lo que debe hacer un buen director de cine, ¿no?, captar trocitos de realidad, de cotidianeidad para poder destilarlos, procesarlos y re-crearlos delante de una cámara. Candi te cuenta esta amistad tan estrecha henchido de orgullo y cierto “postureo”. “Mira, voy a llamar a Enrique a ver si se va a pasar”.  Llama al director, varios tonos después parece ser que salta el contestador y Candi decide dejarle un cariñoso mensaje: “cabrón, cógeme el teléfono…  ¡que te la pique un pollo!” y cuelga.





Ese primer día que entré en el Candi, comenzó a sonar una canción que ya me acabó de cautivar del todo. Una de las canciones en español más bonitas de todos los tiempos. Y me vino a la cabeza una frase que sale en Jerry Maguire: (Querido Candi), con el hola me tenías…



La leyenda del tiempo. Camarón

El caso es que el Candi tiene un encanto especial y siempre quieres volver. Además siempre es buen momento; después del trabajo, cuando sales de casa un sábado y vas a hacer la compra, para tomar la primera copa un viernes por la noche o para quedarte hasta las cinco de la mañana (a persiana bajada y música en directo improvisada en el interior).
Allí se concentra un público variado, últimamente gente joven, artistillas, señoras, mayores, parroquianos de toda la vida…
Igual que llegó un momento en que la decoración minimalista en blanco nos saturó, de igual forma quizás estemos saturados de tantos bares posh y entrar en Candi es como llegar a casa y quitarte los tacones o aflojarte el nudo de la corbata y empezar a ser tú mismo. Y respirar.

Abrazos y nos vemos en los bares!




miércoles, 6 de noviembre de 2013

Cuando Nico llegó



Nico & Lou Reed. The Velvet Underground



“For my love this night I have your baby in my belly…”
For my love. Sinead O´Connor

Llegué  a la estación de Atocha el domingo a las 7:30 de la mañana. Creo que nunca había madrugado tanto un domingo en mi vida. Me pedí un café y una tostada y me quedé un rato mirando la gente pasar. Al día siguiente nacía Nico. Mi buena suerte había hecho que el ginecólogo, viendo la enorme panza donde Nico nadaba y hacía clases de aquagym a sus anchas, decidiera programar el parto. Así que yo iba a estar allí el día “N”.


Antes de ser Nico fue “Poroto”, porque así es como llaman a los garbanzos en Uruguay, de donde es Felipe. Y Nico, antes de ser un niño, fue un garbancito y poco a poco, el garbancito tuvo brazos, ojos, corazón…


Cuando Pedro llegó. Pedro Guerra



Ese domingo hizo mucho calor. Barcelona, como siempre estaba guapa y elegante. No lo dijimos, pero nos moríamos de ilusión por estar todos juntos ese día. Paseamos bajo el sol por la calles del Borne, comimos en casa y fue memorable la siesta que nos pegamos mi hermana Paula, Nico (aún en la barriga) y yo. Memorables fueron también los ronquidos de la embarazadísima.
Me gustaría poder contar que acabamos el día en familia hablando de cómo nos habíamos hecho mayores, de la llegada de un nuevo miembro a la familia, del milagro de la vida… pero la verdad es que acabamos el día viendo la repetición de la entrevista a Paquirrín, “su entrevista más sincera”. Y ahí no había quien se fuera a la cama.


Luego, todos dormimos a medias…




Ese lunes amaneció con un sol radiante y empezaron las rutinas del parto; sala de dilatación, gotero, correas (sí, sí, así se llama) y esperar. Fuimos turnándonos para estar con ella en la sala esperando a que dilatara, y para matar el tiempo y calmar los nervios me pedía cosquillitas y masajitos en la cabeza, mientras decíamos las clásicas chorradas habituales: “imagínate que ahora sale el niño mulato, ¡se descubre el pastel!”, “si sale parecido al monitor de spinning ¿qué hacemos?”. El pobre Felipe nos miraba con infinita paciencia. Porque mi hermana tuvo que elegir a un compañero tranquilo y afable para que fuera un complemento a su impulso, valentía y falta de delicadeza naturales.


Ella, que hizo y vio cosas que ni imaginaríamos. Cruzó el océano y volvió. Volvió a cruzarlo y volvió, y volvió a cruzarlo y volvió…Todos esos momentos, ¿se perderán como lágrimas en la lluvia? No lo creo. Y un día, siendo fiel a su habitual modus operandi de pegar sustos, anunció por teléfono que estaba embarazada.

El ginecólogo decidió al cabo de las horas que habría que practicar una cesárea. Yo comencé a decir que era lo mejor, porque así el bebé no sufriría, porque así no había mayores complicaciones, haciendo gala de vastos conocimiento en obstetricia improvisados. Si hubieran decidido que fuera un parto natural, me habría puesto a enumerar con el mismo entusiasmo las virtudes de esa modalidad.
Al fin salió la camilla con mi hermana en ella, sonriente y llorosa a la vez, llevando en su pecho a Nico, gordito con los mofletes rebosantes, cayéndoles a un lado. Me produjo la misma ternura que un cachorrito. Y al poco rato, estando ya en la habitación, con todo el jaleo de comentarios y opiniones: “el niño mejor ponerlo de lado”, “no, mejor boca abajo”, “el niño tiene hambre” “no, tiene frio...” de pronto le hablaba a mi hermana y ya no era la de antes, ya no era tal y como había sido los últimos 35 años. Hace poco leí en una entrevista la siguiente reflexión: si yo cambio, ¿soy la misma?
Cuando Nico nació mi hermana dejó de ser ella. De repente, su expresión había cambiado. Yo le decía cosas y ella me miraba, pero su atención ya no estaba puesta en mí. Me dijo: “¿Nico está respirando?” Y al cabo del rato dijo mientras lo miraba: “Me he enamorado”.


Ya no era la niña parlanchina y repelente, la adolescente listilla, la universitaria que ponía Are you gonna go my way? De Lenny Kravitz mientras nos pintarrajeábamos en el baño para salir por la noche.



Are you gonna go my way?Lenny Kravitz

Acto seguido nos dirigíamos hacia la puerta de casa como una flecha haciendo ruido con los tacones, mientras gritábamos: “Nos vamoooooos, ¡hasta luego!”. Pero mi madre nos hacía entrar en el salón para inspeccionar cómo íbamos vestidas. “¿No vas a tener frio con tirantes?” “No, porque me llevo un abrigo.” “¿A qué hora volvéis?” “No sé, pronto.

Nico cumple hoy un mes, todo un chicote. En el puente de Noviembre pasé algunos ratos con él en brazos y  poco a poco me iba me iba pesando… y se hacía mío, mientras yo me hacía suyo.

Antes de que sollozara le cogí en brazos y envolví nuestros cuerpos en una manta, acunándole suavemente. Pero tardó en dormirse y al paso de los minutos, iba el niño pesando en mis brazos, entrándose en ellos, haciéndome suyo, al hacerse mío… Eso fue todo: evadirme con él del reloj y de los mapas, contemplar su carita aún no surcada por los afanes y los días.
José Luis San Pedro. La Sonrisa etrusca

Ha dado comienzo una nueva era. Ahora el tiempo se mide en latidos y en días que tiene Nico. El tiempo parece que transcurre más despacito. Ahora me duelen más los 620 km que separan Madrid de Barcelona.



De pronto todo cambió, cuando Nico llegó.


Kids. Lady Danville